Ayer por la noche, cuando
me fui a dormir, eran casi las doce. Tenía fiebre y mientras me ponía el termómetro
cogí mi iPad y me dispuse a descargar la
primera edición del diario El Mundo. De pronto se me abrió la imagen de portada
y vi lo que parecía una playa de arena blanca y manso oleaje. En ella, y de
espaldas, una persona atendía a algo que parecía tener entre las manos: ¿Un teléfono
o quizás un walkie talkie? Llevaba un
peto azul y rojo con rayas fluorescentes como los que llevan los equipos de emergencias.
Las palabras escritas en el peto, así como la gorra que portaba me hicieron pensar
que era extranjero. Lo que la imagen mostraba, de sus rodillas para abajo, se me ocultaba debido a la banda de color celeste que cruzaba el ancho
de la página y sobre la que se imprimía, en grandes letras blancas, las
palabras “EDICIÓN DE MAÑANA JUEVES 3 DE SEPTIEMBRE”. Con curiosidad por adivinar
el significado de la fotografía acerqué mi dedo y toqué la pantalla. Mientras la línea de la descarga corría
hasta el final pensaba a qué noticia podría corresponder aquella imagen velada
que tenía delante: ¿otro atentado como el de Túnez, quizás? La playa se veía
tranquila y aquello me confundía; quería leer el titular.
De pronto la descarga
finalizó y pude descubrir, ya en su totalidad, esa enorme fotografía, de más de
media página, que ocupaba la portada del periódico. Donde antes estaba aquella banda azul que anunciaba la primera edición,
había ahora un niño de dos o tres años tumbado, boca abajo, en la arena. Llevaba
zapatitos de deporte, camiseta roja y pantalones cortos de color azul; la misma
ropa que podría llevar mi hijo, de la misma edad, en un día cualquiera. La
camiseta se le había subido un poco y mostraba parte de su torso desnudo. En ese momento, y de manera inconsciente,
sentí ganas de acercar mi mano y acariciarle la cabeza, la espalda. De cogerlo
por las axilas y ayudarle a levantarse. De decirle que no había pasado nada
mientras le colocaba bien la ropa y le daba la mano para marcharnos juntos a
buscar a sus padres caminando por la playa. Pero entonces, en un arrebato
de lucidez, volví a mirar la imagen y al enfocarla de nuevo comprendí que
estaba muerto y lloré. Fue una mezcla de impotencia y de tristeza. Lloré de impotencia por no poder hacer
absolutamente nada por él ––aunque
hoy escriba estas líneas––. Lloré de
tristeza porque nunca más, nadie, podrá volver a verlo jugar, ni contemplar
su sonrisa, ni escucharlo cantar. Y entonces me di cuenta de que mi
llanto era egoísta porque en ese niño yo,
como el resto de los que podemos llamarnos seres humanos en lugar de
monstruos, lo que buscaba y sabía que nunca más en él volvería a encontrar era mi felicidad.
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