Por Sergio Polo.
Sucedió a principios de verano de 2012.
En aquel entonces la prima de riesgo flirteaba por encima de los 500 puntos y,
mientras la bolsa se movía en mínimos de nueve años y las agencias de
calificación situaban nuestra deuda al borde del bono basura fruto del
anunciado rescate financiero a los bancos, nuestros políticos se afanaban en
repetir aquella frase que llegó a ser tan manida por mil veces repetida de
“España no es Grecia”. Andaba yo tomándome un café en el pub irlandés que hay junto
a mi casa con el que hasta hacía bien poco había sido el director financiero de
mi empresa, cuando me enteré, en el telediario de las ocho de la mañana, que se
había montado una monumental bronca global cuando se había conocido el mensaje
de ánimo dado por Rajoy al ministro de Guindos mientras negociaba con sus
colegas europeos el mencionado rescate: “Aguanta, España no es Uganda”, le
había dicho, como si de esa manera, y al producirse la filtración a los medios,
los inversores internacionales fueran a aflojar la acuciante presión a la que
sometían a nuestra paupérrima economía. No obstante ya se encargó en el mismo
telediario, no recuerdo si Merkel directamente o algún alto funcionario o
ministro europeo en su nombre, de rechazar que las ayudas europeas para el
rescate financiero se inyectaran directamente en los bancos españoles, con lo
que la noticia que le siguió después fue que los pocos puntos porcentuales que
la prima, durante las jornadas anteriores, había logrado bajar se habían
esfumado de pronto y ésta había vuelto a subir marcando un nuevo récord. Unos
días después supe que el ministro de exteriores de Uganda había contestado:
“Uganda no quiere ser España” (sic). No obstante, y anécdotas aparte, no quiero
que penséis que esta primera entrada al blog que inauguro va a tratar de
dirimir si en aquellos momentos España se parecía a Grecia o a Uganda, ni
tampoco pretendo que lo hagáis vosotros. En esta primera entrada mi reflexión
va a ir sobre otra cosa a mi juicio mucho más importante; como es: la espuma
del café. Sí, habéis leído bien, y lo repito por si hubiera alguna duda: en
esta entrada voy a reflexionar sobre la espuma del café o mejor dicho; os voy a
contar a la reflexión a la que llegué con mi amigo Alfonso Ramos mientras
miraba atónito la espuma del café, todavía humeante, tras escuchar, aquella
mañana, toda esa sarta de noticias y declaraciones en torno a lo mismo.
En aquel entonces, junio de 2012, una
de mis empresas, no la mayor de las que hasta ahora he tenido ni de las que he
participado, pero sí la niña mimada por ser la que fundé junto con mi padre
diez años antes y donde él estuvo hasta el momento de su muerte compartiendo
conmigo, codo con codo, sus alegrías y sus penas, estaba a punto de declararse
en concurso de acreedores. Hasta el verano de 2010 había aguantado bastante
bien la crisis, marcando el año anterior nuestro récord de facturación,
quedándonos muy cerca de los cinco millones de euros. Pero una serie de
imponderables fruto de la difícil situación por la que atravesaban muchos de
nuestros clientes, y los bancos, “¡Ay!, los bancos”, estrangularon nuestra
liquidez haciendo del día a día una tarea que, más que compleja, podríamos
llamar insufrible. Yo para aquel entonces ya había tomado la determinación de
que quería escribir un libro. Escribir siempre se me había dado bien y
disfrutaba haciéndolo; digamos que me relajaba. Y, como no me planteaba acudir
a un psicólogo para curar la incipiente angustia que aquella situación me
producía, decidí echarme para adelante. Ahora me tocaba elegir el tema. Aquel
día, en el Pub irlandés que, como os he dicho antes, estaba al lado de mi casa,
mientras removía la cucharilla en el interior de mi taza, alcé la vista y le
pregunté a Alfonso:
-
¿No crees que lo
que nos cuentan en el telediario es la espuma del café?
Alfonso me miró, creo que
sorprendido, como si no entendiese lo que quería decir.
-
¿Cómo?- acertó a preguntar.
-
Sí, Alfonso, la espuma del café. ¿Tú ves lo que hay
debajo de la espuma?
Alfonso meneó la cabeza de
un lado a otro, negando con su gesto.
-
Pues eso. Que lo que nos dicen los políticos en las
declaraciones públicas, aquellas que salen en la prensa o en los telediarios,
incluso las que ellos mismos se dicen en todas esas reuniones y encuentros
bilaterales o multilaterales, en Berlín, en Madrid o en Bruselas, obedecen a
una clara intencionalidad donde solo manifiestan lo que quieren manifestar.
Debajo de la espuma hay una gran oscuridad, hay una estrategia que sólo ellos
conocen y que llevan a cabo como los actores de una función teatral, entre
bambalinas, con el fin de cumplir unos objetivos sin ser descubiertos- Alfonso
me miraba algo desconcertado-. ¿Quién te dice que todo lo que está sucediendo
con la crisis no obedece a un plan gestado por Alemania, por ejemplo?-
continué-. Los políticos son maquiavélicos y algunos ambicionan el dinero,
otros el poder, la mayoría ambos; y otros, los que están más arriba y se lo
creen, aquellos que se llaman estadistas o que piensan que están ahí para
completar una misión que les trasciende a ellos mismos como personas en
beneficio de su país, ansían la gloria. ¿Quién te dice que Ángela Merkel no ansía
llevar a Alemania a ocupar el lugar de hegemonía en el que intentaron situarla
sus antecesores Guillermo II o Adolf Hitler?- Alfonso asintió concentrado en lo
que le había dicho.
Después de esa
conversación, acabamos nuestro desayuno y nos despedimos para seguir con
nuestras rutinas. Aunque para mí, casi sin saberlo, todo había cambiado;
durante los dos años siguientes ya no pude quitarme de la cabeza lo que se
escondía entre aquellas bambalinas, las bambalinas de la alta política
internacional, aquellas que subyacían bajo la espuma del café.
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