Por Sergio Polo
Se cumple por estas fechas un año de
la destitución del presidente ucraniano Víktor Yanukóvich y del nombramiento
del posterior gobierno interino, favorable a la adhesión de Ucrania a la Unión
Europea; hechos que precedieron a la intervención rusa en el este de aquel país
y cuyo devenir ha desembocado en una guerra civil que muchos consideran como un
episodio moderno de la guerra fría. Visto desde la óptica occidental, Rusia ha
actuado en este conflicto de manera prepotente, como un tirano que abusa de su
poder para mantener su influencia sobre un territorio estratégico, sobre todo
en lo concerniente a su posición militar, e impidiendo así la expresión
democrática de sus gentes. No obstante, como en cualquier disputa que se
precie, y para llegar a tener una idea precisa y objetiva de la misma, hay que
ponerse en el pellejo también de la otra parte, en este caso de la nación
heredera de uno de los imperios más extensos y poderosos del mundo, el ruso.
Para conocer bien la idiosincrasia del
pueblo ruso y su afán imperialista, hay que remontarse a los orígenes de la
ciudad que lo configuró, al pie del río Moscova y en un cruce de caminos, Moscú
ha sido su capital desde los inicios, a excepción de los más de doscientos años
(1712 – 1918) en que este privilegio recayó en su más directa rival, San
Petersburgo. A medio camino entre Europa y Asia, en sus orígenes (S. XII y
XIII), Moscú fue continuamente saqueada y quemada por los tártaros y los mongoles,
reponiéndose una y otra vez hasta convertirse, finalmente en 1327, en un
principado cristiano, estable e independiente y configurando, a base de las múltiples invasiones, el carácter recio,
sufrido e incluso vengativo de sus gentes. Luego llegó la caída de
Constantinopla en 1453 y el Principado de Moscú quedó como el único estado
cristiano en la frontera de la Europa Oriental. Fue a partir de ahí, y con la
ayuda de la iglesia ortodoxa, cuando se inició una rápida reconquista que culminó
en 1480 cuando el Gran Príncipe Iván III consiguió imponerse a los tártaros,
convirtiendo a la ciudad en la capital de un imperio que poco a poco iría
anexionándose otras tierras hasta configurar lo que conocemos como la Rusia
actual. Las luchas contra los mongoles en el este y los tártaros,
principalmente, en el sur y en el oeste, fueron una constante hasta bien
entrado el siglo XVII, en el que, prácticamente derrotados estos, el principal
enemigo pasó a ser la mancomunidad polaco-lituana y siendo el motivo principal
de la disputa el actual territorio de Ucrania, frontera natural con Rusia, el
cual llegó a estar integrado en su estado a través del tratado de Preyáslav en
1654.
También, a comienzos del Siglo XVIII, lucharon contra el imperio sueco
por extender sus dominios al Báltico y abrir, de esta manera, un acceso
marítimo por el norte de Europa, hecho este que consiguieron, tras haber sido
vencidos en diversas ocasiones, estableciendo, además, allí su nueva capital:
San Petersburgo, e iniciando un periodo de prosperidad conocido oficialmente
como Imperio Ruso, que se caracterizó, aparte de por las sucesivas guerras
expansionistas, por la importación y asimilación de la cultura europea
occidental. Luego llegaría la invasión de Napoleón y la más cruda derrota
infligida a sus ejércitos, después de tomar Moscú; una experiencia similar a la
que el propio Adolf Hitler sufriría, en sus propias carnes, apenas 130 años
después, a manos de la Unión Soviética.
Si algo queda claro para cualquiera
que estudie, al menos de manera somera, la historia y el devenir de los
acontecimientos sufridos por el pueblo ruso, es que era una pequeña nación que
se hizo gigante en la lucha, a la que siempre estuvo acostumbrada, y a las
pequeñas derrotas. Derrotas de las que siempre y a la larga ha sabido salir
fortalecida para volver sobre sus pasos a recuperar aquello que le había sido
arrebatado e incluso ir más allá. Con todas ellas, hasta ahora, ha sido así, menos
con la Guerra Fría; aunque quizás, todavía, sea demasiado pronto para confirmarlo;
¿no lo creen? Al menos para la mayoría del pueblo ruso.
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