Por Sergio Polo
El final de la segunda guerra mundial
dejó el mundo dividido entre dos nuevas superpotencias que se disputaban su
hegemonía y una serie de países europeos, la mayoría antiguas metrópolis
coloniales y que ahora se subordinaban a ellos. Estos países, especialmente debilitados, trataban
de recuperarse de la devastación que les había provocado la guerra además de
recomponer su prestigio y reputación. Desde el primer momento Francia tuvo
claro que esto último, el prestigio y la reputación, eran dos cualidades muy
valiosas que no se podían negociar y, a pesar de su derrota en 1940 y con el
inestimable empeño del General de Gaulle, hizo todo lo posible para que se le
reconociera como potencia vencedora participando en la ocupación del país que
durante la guerra la había invadido y ocupado. No obstante, una serie de
reveses internacionales sufridos años más tarde y que culminaron con la pérdida
de Argelia en 1962 dejaron a Francia sin sus colonias y con su mirada puesta de
nuevo en Europa. Allí, tras la victoria aliada se había procurado un
acercamiento entre ésta y Alemania, incidiendo en su reconstrucción, para
lograr una paz duradera. Así fue como seis años después, en 1951, ambos países firmaron
junto con Italia, Bélgica, Luxemburgo y los Países Bajos, la Comunidad
Económica del Carbón y del Acero (CECA) y seis años más tarde, mediante el
Tratado de Roma, constituyeron la Comunidad Económica Europea (CEE) cuya unión
se pactó en 1957.
Por otro lado y desde el final de la
guerra, el que fuera primer ministro británico, Winston Churchill, primero
durante la contienda (1940-1945) y seis años más tarde, tras la victoria de su
partido y la dimisión de Clement Atlee (1951-1955), había sido un claro
defensor de la unión de Europa para evitar así nuevos conflictos entre Francia
y Alemania. Sin embargo nunca abogó por la inclusión en ella del Reino Unido ya
que, según sus consideraciones, su futuro estaba ligado al de los Estados
Unidos. Pero tras el fracaso de la EFTA (Asociación Europea de Libre Comercio),
impulsada por ellos mismos para contrarrestar el creciente poder de la CEE, el
Reino Unido propone en 1961 su adhesión a las Comunidades Europeas. Esta petición
resulta rechazada en 1963 por el entonces
presidente francés, Charles de Gaulle, por considerarlo un caballo de Troya de
los Estados Unidos y al ser de la opinión de que su ingreso solo acarrearía
problemas. Lo mismo sucedió en 1967 cuando los británicos volvieron a
intentarlo y se volvieron a encontrar con la negativa del obstinado general que
los vetó de nuevo. Así, hasta que en 1973, y bajo el gobierno del conservador
Edward Heath, por fin Londres logró unirse. Fueron unos pocos años de
entusiasmo británico en la Comunidad Europea, concretamente seis, los que tardó
Margaret Thatcher en llegar al poder en 1979. De Thatcher se hicieron famosas
sus tres palabras más repetidas en Bruselas: “No, no y no” o el “que me devuelvan mi dinero” frase
pronunciada una y otra vez mientras negociaba el llamado “cheque británico”. Desde
entonces, y con los sucesivos gobiernos que le han seguido, el Reino Unido se
ha convertido en un freno, un miembro problemático e incómodo, casi siempre
rezagado y que entorpece continuamente los avances que proponen los demás
socios, reservándose a adoptar, la mayoría de las veces, sólo las medidas que
le resultan convenientes para sus propios intereses. Así hasta que a principios
de 2013 el primer ministro conservador
David Cameron anuncia la celebración de un referéndum en 2017 sobre la
pertenencia de Gran Bretaña a la Unión Europea, abriendo un nuevo frente en las
más que controvertidas relaciones entre Londres y Bruselas.
¿Será el Reino Unido el primer país en
abandonar el proyecto europeo? Hagan sus apuestas; Alemania ya le ha enseñado
la puerta.
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